Hay varias películas en el interior de Un tipo serio, pero todas forman parte de la misma, son en realidad inseparables —y si están espacialmente separadas, los Coen las unen, para que se confundan, como hacen con el montaje de los dos accidentes de coche que ocurren simultáneamente—: en Un tipo serio la historia de Larry, la de su hijo, la leyenda yiddish del prólogo, la historia del dentista, las pesadillas que atormentan a Larry,…. Del mismo modo que son inseparables los terrenos de Larry y su vecino, y cuando un abogado parece tener la solución acerca de los límites legales de sus respectivas propiedades, un inoportuno infarto deja el asunto irresuelto; del mismo modo que la realidad se resiste tenazmente a su compartimentación matemática, como queda claro en las clases de física de Larry, excepto seguramente para él mismo.
Paralelamente a la historia de Larry discurre, como en un reflejo invertido, la de su hijo. Después del prólogo, la película empieza desde el interior del oído del chico para sin transición seguir por el de su padre, ahora observado desde el exterior. Los males de ambos se anudarán alrededor de una cantidad de dinero: la que tiene que pagar el hijo, la que se niega a aceptar el padre; sobre el dinero se cerrará también el relato, también invirtiendo los roles padre e hijo: el primero acabará aceptándolo, cediendo a la tentación, y el dinero que debe su hijo, contrariamente, terminará siendo no aceptado. En todo caso, ambas historias las concluirán los Coen con los signos de una destrucción próxima, con la aparición ineludible de malos presagios. Ambos, en fin, celebran su particular bar mitzvah, su rito iniciático de acceso a la adultez, y ambos lo hacen con la ayuda de la marihuana.
La enorme densidad conceptual de Un tipo serio está expresada con la prodigiosa ligereza de sus formas, en la que sin duda es una de las grandes virtudes del cine de los Coen. En su última película se mueven en la confrontación de una serie de términos enfrentados: El azar y el destino, la carencia de sentido del mundo y la idea de una divinidad que se lo otorga, el nihilismo y la responsabilidad moral, la razón y el absurdo, la ciencia y la fe. Todos en Un tipo serio procuran aprehender la realidad. Larry con las matemáticas y llevando una vida matemática, en que las rutinas son los términos de su ecuación; su hermano, Arthur, con un sistema que ha ideado para vencer al azar y hacerse rico con el juego; los rabinos con sus creencias religiosas y con los ritos de la comunidad; incluso el hijo de Larry intenta apresarla durante toda la película —en realidad, que lo haga su padre— a través de la antena de la televisión. Finalmente, tan sólo el principio de incertidumbre —al que ya recurriera con pretensiones discursivas, y mucho más toscamente, Álex de la Iglesia en Los crímenes de Óxford (2008)— ofrece una respuesta, que no es una respuesta, o al menos no la que a ellos les gustaría: la realidad no se puede aprehender totalmente.
Y para un cineasta la realidad es su película: la tortuosa trayectoria de Larry por el relato discurre también paralelamente a la del espectador, ambos procuran encontrar un sentido a lo que va sucediendo, y en ambos casos de forma igualmente frustrada: uno de los grandes logros de la película reside en la recuperación del misterio en cuanto elemento dramático como no sucedía en su obra desde los tiempos, nada menos, de la magnífica Barton Fink (1991). Y es que en esta película los Coen ya no son dos sino tres, los tres rabinos a que Larry se dirige en busca de una explicación a las desgracias que lo persiguen: uno le dirá que todo depende de cómo se mire, del punto de vista adoptado, otro le contará una divertida historia que no significa nada, y el tercero ni siquiera se dignará a responder a los interrogantes de Larry, a su desesperada búsqueda de una explicación —el silencio de Dios, que diría Bergman—. Tres posibles definiciones, en definitiva, de lo que es Un tipo serio.
Sin necesidad de estrellas ni otros adornos que le aporten comercialidad, los hermanos Coen demuestran con Un tipo serio su independencia cinematográfica. Es una obra muy de ellos con su inconfundible humor negro y su reconocible factura visual.
Un profesor de matemáticas, judío y con una vida apacible, ve cómo el mundo se desmorona a su alrededor desde que su esposa le anuncia que quiere separarse para dejarle por un viudo. Retrato cínico de una familia judía norteamericana de los años sesenta, no escatima la crítica subersiva sobre los judíos y su apego a la ayuda de la comunidad, a los rabinos, la religión y su fe en Dios. El prólogo, un breve relato independiente del resto del argumento, es como un aperitivo con muy buen sabor.
El principio de incertidumbre que el matemático explica en el instituto, sirve de metáfora de la mirada no creyente sobre la vida. Cualquier cosa puede pasar: su mujer pretende dejarle por otro, sus hijos parecen unos extraños insensibles a su devenir, la atractiva vecina que toma el sol desnuda puede corresponder a sus deseos sexuales, un alumno asiático pretende sobornarle para que le apruebe y sus antes apacibles sueños se llenan de escenas agobiantes y premonitorias de la cuesta abajo que ha tomado su existencia.
Al contrario que su personaje, los hermanos Coen, no caen por ninguna cuesta y tan geniales cómo siempre, no rebajan el nivel de su buena filmografía. Vuelven a crear una obra fiel a su estilo, tal vez menos amigable para el espectador menos condescendiente con un relato adulto y sin efectismos. A mí me atrapa el relato de las desventuras de este judío matemático excluido de su propio hogar e incapaz de reaccionar ante el nuevo rumbo de su incierta vida. Supongo que no todo el mundo estará de acuerdo en aceptar que la vida es así de incierta y menos a hacerlo bajo el prisma del humor de los Coen. En mi caso sí y por eso me gusta esta película.
Escena: 01:08:28 - 0:11:00 (Escena 5)